Fobia o esperanza ante el fin
del trabajo
Estamos empezando a experimentar las consecuencias de convertir el
desarrollo científico y tecnológico en una fuerza invencible dentro de la
economía de mercado. Pero ¿por qué asumir como imprescindible el sacrificio de
millones de empleos?
22 OCT
2016
ENRIQUE
FLORES
Debemos tener miedo o alegría ante la posibilidad de que la tecnología
permita a la humanidad liberarse del trabajo? Un estudio de 2013 de la
Universidad de Oxford, dirigido por Carl B. Frey y Michael A. Osborne (The Future of Employment: How Susceptible are Jobs to
Computerisation?), pronostica que dentro de dos décadas el 47%
de los puestos de trabajo de EE UU serán sustituidos por procesos
automáticos. Esto hará que las empresas reduzcan entre un 25% y un 40% sus
costes laborales con la consiguiente ganancia en competitividad, así que será
rara la compañía de cualquier parte del mundo que continúe aferrándose a laautomatonofobia.Si estos pronósticos se cumplen, la
siguiente reconversión industrial no estaría fundamentada en automatizar
procesos de bajo valor añadido o tareas peligrosas que exigen un desgaste
físico, sino en procesos de automatización cognitiva (hacer diagnósticos y
tomar decisiones). El resultado no será un traslado neto de todos los empleados
actuales hacia puestos más creativos e intelectualmente sofisticados, sino que
tan solo habrá unos cuantos puestos disponibles con esas características y la
competencia por ocuparlos será más feroz que nunca. Pero este discurso del
“final del trabajo” no es nuevo, sino que tiene antecedentes que debemos
revisar para entender las causas que impulsan su afloramiento cada cierto
tiempo. Propongo un breve recorrido para clarificarlo:
“El trabajo es previo a, e independiente de, el capital. El capital es tan
solo el fruto del trabajo, y nunca podría haber existido si no hubiera existido
antes el trabajo. El trabajo es superior al capital y merece un reconocimiento
mucho mayor”. Con estas palabras, Abraham Lincoln, en su primer discurso al
Senado de EE UU desde su toma de posesión en 1861, enfatizó que una sociedad
no tenía por qué estructurarse en la división empleadores versus empleados, anclada en una supeditación al
capital, sino que aquel que alguna vez había sido un empleado podía unirse,
gracias a su esfuerzo, a la “mayoría autosuficiente”: aquellos pequeños
propietarios que trabajaban en sus granjas, talleres y tiendas sin contratar ni
acudir a préstamos o créditos para ganarse la vida dignamente.
Unas sangrientas décadas después, aquella visión de pioneros quedó
sepultada por una nueva industrialización, para cuya expansión se propagó una
lógica consistente en predicar que es el trabajo el que deriva del capital y la
realización del hombre no depende de su capacidad individual para producir,
sino de su capacidad para comprar y disfrutar de bienes. Este fue uno de los
gérmenes de la ulterior “destrucción de la razón” encubierta tras la ideología
del racionalismo técnico —que tan bien fructificó entre los fascismos y en el
desarrollo feroz de la globalización del capital—. El consumismo aceleró un
proceso histórico ya conocido: la necesidad de los individuos y las sociedades
de endeudarse para vivir fantasías identitarias.
En el transcurso del siglo XX no faltaron políticos y economistas que
teorizaron sobre cómo los progresos tecnológicos nos llevarían hacia un Estado
de bienestar, desde el socialismo científico de Oskar Lange al reformismo de J.
M. Keynes, cubriendo todas nuestras necesidades al tiempo que nos permitirían
dejar de trabajar. Esta superación generaría una gran transformación: una
sociedad más justa, sin pobreza ni guerras.
Uno de los últimos y más lúcidos pensadores en elucubrar ese sueño fue
Ernest Mandel. Para él, la tercera revolución tecnológica, representada por la
inteligencia artificial, permitiría un salto cuántico para erradicar el trabajo
alienado. Pero Mandel era consciente de que cualquier tecnología desarrollada
dentro del capitalismo no podría descifrar el misterio de por qué “hombres y
mujeres bajo diferentes condiciones sociales, que se libren cada vez más del
trabajo mecánico y desarrollen sus capacidades creativas, no podrían ser
capaces de desarrollar una tecnología que responda a las necesidades de una
rica individualidad”. Es necesario producir la tecnología desde otro modelo
cultural con objetivos productivos diferentes.
Desde este razonamiento, la mayoría de las decisiones técnicas tomadas en
los últimos setenta años ha tenido efectos dañinos sobre el medio ambiente, la
salud pública y los intereses generales de la humanidad. La tesis subyacente se
resume en que, por ejemplo, la contaminación y los gases de efecto invernadero
no derivan del exponencial crecimiento demográfico combinado con el aumento de
la esperanza de vida, sino del modelo de extraer, distribuir y utilizar la
riqueza que produce el trabajo humano. La idea política de que la tecnología
puede acabar con la necesidad del trabajo y, por extensión, del mercado,
impulsó en los años ochenta a que muchos tecnólogos y economistas liberales propusiesen
teorías sobre el fin del trabajo completamente diferentes —utilizando las
metáforas de la “aceleración” y la “singularidad”—. Este fue el caso de Alvin
Toffler, que regeneró la ideología del progreso técnico postulando que solo los
trabajadores más innovadores que resulten inimitables para las máquinas se
salvarán de la automatización, la cual se materializará de acuerdo a una
supuesta ley natural ajena a los intereses de las clases dirigentes.
Estamos empezando a experimentar las consecuencias de convertir el
desarrollo científico y tecnológico en una fuerza invencible dentro de la
economía de mercado. Es, al fin y al cabo, un resultado de la desideologización
fomentada por un racionalismo tecnológico mistificado. Entre las consecuencias
esperables, el desempleo seguirá siendo un resorte principal dentro de esta
nueva fase de la racionalización técnica. Pero no nos engañemos, cada persona y
generación viven sus problemas como un fenómeno original que se da por primera
vez, y pese a ello necesitamos practicar el historicismo. Si somos capaces de
adoptar una visión global de cómo ha evolucionado la relación entre trabajo y
capital a lo largo de los siglos, veremos que el hombre ha ido saltando de
crisis en crisis, de revolución en revolución, entre el miedo y la esperanza.
Retomando la frase de Lincoln: el capital no es sino el fruto del trabajo
y, por lo tanto, este nunca desaparecerá. El modelo de trabajo deberá
evolucionar y, una vez más, adaptarse al progreso científico y técnico. Pero
siempre deberán existir esfuerzos por mejorar nuestro Estado social, la
situación de aquellos que nos rodean o la calidad de nuestro entorno, sin que
las máquinas decidan por nosotros. Y una vez más, el nacimiento de un modelo
económico alternativo deberá permitir crear más riqueza y de forma más
eficiente. ¿Por qué asumir que es imprescindible sacrificar millones de puestos
de trabajo durante el proceso? Dejemos de creer que las crisis son inevitables
y reflexionemos sobre el cambio permanente y las nuevas oportunidades. Si somos
conscientes de cómo la historia se repite cíclicamente, estaremos mejor
preparados para hacer frente a los problemas a los que nos enfrentamos y a los
que vendrán. ¿Visionarios? No, esa no es la palabra.
Alberto
González Pascual es director de Transformación en
la dirección de Recursos Humanos de PRISA.
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