El País, España 5 jun 2016 14 Jorge Marirrodriga
Está siendo menos
romántica —y
menos violenta— que la francesa y mucho
más limpia que la industrial.
Pero aunque no huela a pólvora ni a carbonilla, vivimos inmersos en una de las mayores revoluciones de ese corto período que llamamos historia
y que —aunque nos parezca larguísimo especialmente
en el bachillerato—, apenas abarca una ínfima parte del tiempo que el
hombre que lleva sobre la Tierra. En pocos años la vida de millones de personas cambiará radicalmente con la robotización de multitud de tareas que hasta ahora
están realizadas por personas.
Y esa transformación posiblemente obligue a realizar algunas transformaciones sociales.
Las dos anteriores frases podrían haber sido escritas perfectamente durante la industrialización. Posiblemente
las conversaciones de los conductores de coches de caballos
de Londres mientras observaban los primeros automóviles subiendo por Regent Street no fueran
muy diferentes de las que puedan mantener hoy los 3,9 millones de conductores de vehículos pesados de Estados Unidos ante las pruebas de vehículos sin conductor que realizan
Alphabet, Tesla o General Motors. Bueno, sí. Varían en
una cosa que es fundamental y que conviene no perder de vista
para no dejarse deslumbrar
por el brillo de las pantallas extraplanas ni las manzanas con mordisco incorporado: caballo o coche van dirigidos
por un humano; el coche o camión autónomo, no.
Este es el principal
desafío que plantea esta nueva revolución: la ausencia del hombre. Ya no es necesario el
librero que nos observa, nos conoce
y nos recomienda qué podemos leer. Ni el taxista
que elige el recorrido —según él, más corto, para nosotros, sospechosamente
largo—, ni nadie que
cobre el peaje de la autopista,
ni personal que atienda las llamadas en grandes empresas, ni cobre en la caja en los supermercados, ni conductores en trenes de los aeropuertos... Y esto apenas es un esbozo de todo lo que
viene.
¿Supone este drástico e inminente cambio una amenaza? Depende de cómo se gestione.
Lo ideal —que casi nunca sucede— sería que se planteara un debate serio sobre el profundo cambio social que se avecina. Porque cuando todo un espectro de trabajos, con decenas de millones de empleados, desaparezcan, los nuevos trabajos —impensables todavía— ¿serán capaces de absorber a los antiguos? ¿Se creará una brecha insalvable entre aquellos que tienen trabajo —y por tanto fuente de ingresos— y aquellos que se han quedado al otro lado del foso digital? ¿Será una revolución con los robots asaltando la Bastilla
de la organización social que conocemos o viviremos en la “Atenas digital” que preconiza el profesor Erik Brynjolfsson donde podremos prescindir del trabajo y dedicarnos
al ocio? ¿Es necesario redistribuir la riqueza considerando como tal no solo al beneficio del trabajo sino al trabajo mismo?
Son preguntas
nuevas y a la vez viejas. Tomás
Moro en el siglo XV ya hablaba de establecer una renta básica. Y los
siracusanos tenían una fe infinita en las máquinas de Arquímedes. Al final, siempre se trata de saber en dónde queda el hombre.
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