Un nuevo pánico global recorre el mundo: el
miedo a la robotización. La aparición de la
inteligencia artificial (IA)
ya no es un divertimento científico ni carne de guion para películas de
ciencia-ficción. Está aquí y se manifiesta en automóviles capaces de transitar
sin conductor, diagnósticos médicos de relativa complejidad, operaciones
quirúrgicas de complicación media, seguridad, reconocimiento de voz o tareas
industriales no repetitivas que hasta solo cinco años atrás estaban destinadas
a personas. La broma del Deep Blue ganando a Kasparov se ha convertido ya en
una amenaza real que se encargan de valorar, cuantificar y magnificar los
expertos en prospectiva. Llega sin normas ni reglas: apenas algunos textos de
ciencia-ficción (I, Robot, de Asimov, las fábulas distópicas de Stanislaw Lem)
y la certeza catastrofista de que la sociedad humana puede acabar dominada por
los morlocks de La máquina del tiempo, de Wells.
La IA promete dos escenarios verosímiles a
corto plazo: una mejora de la
productividad en el sistema económico global, calculada a ojo de buen cubero en el 40%, y una destrucción
masiva de puestos de trabajo que será compensada por la creación de otros
nuevos. El balance final, no obstante, será negativo. A efectos políticos, la
robotización, un fenómeno real, opera como una de esas amenazas de las que
siempre tiene que estar bien surtido el mercado ideológico; como el choque de
civilizaciones o el fin de la historia. En primera instancia, la irrupción de
la IA será equiparable a la aparición de la industrialización o de las
telecomunicaciones: cambios tecnológicos que producen convulsiones de gran
alcance en el mercado de trabajo mundial. Millones de trabajadores en sectores
periclitados acaban desplazados o simplemente eliminados de la actividad
laboral; pierden rentas o acaban en el paro. El cambio tecnológico que viene
(que ya está aquí) va a afectar no sólo a los trabajadores sin cualificar, sino
también a muchos que tienen grados medios de cualificación.
Cualquiera diría que la economía mundial,
después de sufrir muchas crisis profundas e impactos tecnológicos de
gran alcance desde
el siglo XIX, está en condiciones de absorber con soltura un terremoto
tecnológico más. Pues bien, no lo está. Por dos razones que tienen que ver con
el comportamiento sistémico en general. La primera es que los cambios no se
producen a fecha fija y de una vez por todas, sino que son graduales y se
extienden poco a poco por mercados y sectores hasta ocupar todo el espacio
económico disponible en plazos muy variables. La segunda es que la adaptación
del capital humano (antes llamado fuerza de trabajo) tiene costes añadidos que
las sociedades, a través de programas públicos, no están en condiciones de
afrontar. Sin embargo, una parte del excedente del sistema económico debería
cubrir sus costes de transformación. Porque su repercusión sobre los
asalariados es una externalidad.
En consecuencia y desde ya debería existir un plan global o de
cada Estado que responda y aporte soluciones a los efectos de la robotización.
Ese plan debería calcular el empleo afectado por la introducción de tecnologías
de IA, en cuantía, por sectores y con un calendario indicativo; a continuación,
tendría que exponer cuáles son las disposiciones legales necesarias (también
para las empresas privadas) para mitigar el impacto de la pérdida de puestos de
trabajo, desde programas de formación hasta inversiones complementarias
(eficientes, por supuesto); y, al mismo tiempo, desarrollaría una regulación
homogénea sobre los cambios legales pertinentes. Mientras nadie intente concretar
en normas el alcance de la robotización, todo quedará en jeremiadas y prédicas
en el desierto.
EL
PAÍS 12 MAY 2017
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